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En momentos de duda, de confusión, de "noche oscura", cuando quiero hacer "lo que yo he planeado" y no tengo claridad de lo que Dios quiere que haga, tengo que detenerme y confrontar mis planes con los suyos.
Veo cómo hizo Jesús en Getsemaní: pidió ayuda a sus discípulos más cercanos, a Pedro, Santiago y Juan, pidió al Padre Dios que de ser posible alejara el cáliz que debía beber y le dijo: "No se haga mi voluntad, sino la tuya".
Así dialogamos con Jesús, en una especie de regateo interno que nos divide y nos agota, porque no queremos ceder a lo que es su voluntad.
Cuando tomamos la decisión de hacerlo, con "determinada determinación", se experimenta un gozo como de ángeles, que consuela y da la fortaleza, fortaleza de lo divino en lo humano, necesaria para llevar adelante lo que Dios quiere.
Y podemos ver desde Dios que las murallas que no nos dejaban actuar como él quería, se derrumban entre cantos de alabanza... y vemos cómo desaparecen los odios, los caprichos y los egoísmos. Sólo queda el infinito amor que me impulsa a hacer el bien y sólo el bien.
Dice el Cantar de los Cantares (8, 7):
Las aguas torrenciales no pueden apagar el amor, ni los ríos anegarlo.
Si alguien ofreciera toda su fortuna a cambio del amor, tan sólo conseguiría desprecio.
En el plan de Dios somos amados y amamos. Somos bendecidos y bendecimos. Somos sanados y sanamos.
Así somos instrumentos de Dios para sanar y bendecir.